“Tranquilo, negro, tú sabes como es. Me tocó”, mientras
levantabas las manos después de pasar por tu pecho y dabas una especie de
vuelta sobre tu propio eje, con la gran sonrisa acabando de llegar con tu
almuerzo en una bolsa. Eso creo que me lo dijiste, así me lo imagino, aunque es
injusto imaginar.
Quisiera que me hablaras y en realidad fueras tú quien me lo
dijera, pero como te pude conocer bien, sé que más o menos algo de ese estilo
me dirías.
Me hiciste llorar, o más bien no fuiste tú, me hizo llorar
el saber que ya no volveríamos a hablar. Hace tres semanas estuvimos cerca. Te
llamé, “Háblame, negro, avísame cuando estés ahí”, me dijiste; y al día siguiente
mi último mensaje para ti, fue un ícono del celular que sirvió para demostrarte
que no estuve muy de acuerdo con eso de no habernos encontrado aquella noche.
No eras solo risa, eras un tipo muy particular; versátil en
personalidad, diría. Eras muy noble, más bien. Me pregunto ahora, ¿Te llegaste
a arrechar alguna vez?
Jamás, y ni siquiera por lo que supe después de la mudanza
de la Torre, llegaste a la hora. Siempre te dije, “Come a la hora, no tengas
ese desorden alimenticio, jajajaja”, y luego el comentario mutuo, “Negro,
comidita de mamá, ¿no?, tú sabes cómo es, ésa es la mejor”.
Nos hicimos panas por tu culpa, porque quererte se hizo muy
fácil. Fácil como tu verso, tus frases, tu capacidad para inventar tonterías;
las mejores en cualquier momento, incluso en los de tensión laboral. Me quedo
con eso, porque a pesar de la impuntualidad, me enseñaste que en esta vida todo
va mejor con humor.
Me hablaste de fútbol con mucha propiedad y me sorprendiste
con agrado. Qué grandes tiempos aquellos, las tardes, las noches, las charlas,
los chistes, todo. Qué inolvidable cuando lo mirabas a uno y lo proyectabas,
veías lo mejor. Qué gafo cuando me dijiste, “Háblame, bebé, ¿Cuántos seguidores
sumaste después de esa entrevista a Limardo?”, clase de loco eras, y así como
pocos deportistas en la historia, fuiste único.
Como periodista te comiste tu fuente, te metiste con todo y
yo te lanzaba preguntas de vez en cuando para aprender del que sabe, aunque
confieso que solo lo hacía cuando venía una cartelera llamativa.
No lamento no haberte visto aquel día de abril, porque no
voy a decir que me iba a servir de despedida, no lo podíamos saber. Tampoco me
despido ahora.
Sí lamento que no te volveré a encontrar, sí lamento que
aquí no habrá otro abrazo sincero, un encuentro planificado o casual, o la
pizzada inédita en casa del italiano. Ya no me dirás otra vez, “¿Cómo está mi
Rafael Dudamel?, y pues, me pesa mucho, simplemente me pesa mucho.
Yo mientras seguiré peleando aquí, round a round, hasta que
suene la campana y se acabe. Ahí me tocará a mí y nos volveremos a encontrar.